Niza

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“Es una ciudad muy vivible”. La perfecta definición de Niza. Una pequeña Madrid en miniatura, con sus grandes avenidas a escala y su lineal tranvía en lugar del tentacular Metro de la capital. Una ciudad que se puede recorrer en línea recta en poco más de una hora, aunque por el camino encuentres muchos viandantes que prefieren recorrerla haciendo eses. Y para colmo, también una casa en miniatura, aunque estando acostumbrada a pasar muchas horas en mi madriguera-habitación, la diferencia no es tanta. Una casa, por cierto, vestida de rojo y marrón, la perfecta metáfora de la herida abierta que ha tardado en cerrarse un par de semanas.

Lo que de verdad no tiene comparación es el mar de la Costa Azul, de un azul patriótico como el azul de su bandera. Sin duda es una ciudad colorida: el blanco en el cielo, el azul a un lado, el rojo de las fachadas a otro, el verde hacia el interior y el negro en las calles. Y también ruidosa: el estridente pitido de los vehículos, el bullicio de las terrazas de la Vieux Nice, los aviones despegando sobre el mar, las gaviotas planeando sobre tejados y cabezas, la mezcla de idiomas en los soportales… Pero por la noche, todos los colores y sonidos se funden en un gris apático que te recuerda que no estás en Italia ni en España, sino en un punto intermedio de la introvertida Francia.

Y es entonces cuando la playa te acoge sin horario ni aforo máximo. Sin música comercial reproducida hasta perder todo significado, sin conversaciones en otro idioma abocadas al fracaso, sin miradas furtivas al bolso, sin bebida servida en cristal de Swarovski dado su precio, sin gente que se atreve a invadir tu espacio vital, sin que a las dos de la mañana te echen a empujones a modo de simulacro de incendio. En definitiva, el lugar que más me gusta de la ciudad para pasar la noche.

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